|
Continúa teniendo vigencia el viejo aforismo: «no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos». De hecho, el conocimiento, o quizá mejor, el reconocimiento de los objetos concretos, tiene lugar cuando aplicamos el concepto al objeto particular. Porque, volviendo al ejemplo de la mesa, esta no es un color por un lado, una forma por otro, unas relaciones con lo que le rodea, sino un todo con una organización y un significado bien definidos, como le corresponde a esa mesa en concreto. Esa integración, ese significado «holista», no se obtiene directamente a través de la información sensorial, sino que en un segundo paso lo abstracto lo aplicamos al objeto singular. Por tanto, si lo que es propio de los sentidos y del sistema nervioso es lo que eliminamos, para llegar a la idea, es lógico pensar que la abstracción es una facultad que no radica en el cerebro. Algo parecido sucede con la reflexión. Somos conscientes de nuestra actividad de pensar, como Aristóteles dice en la Ética a Nicómaco: «sentimos que sentimos y entendemos que entendemos». Hay una reflexión de la inteligencia sobre su propio acto. El entendimiento, lo primero que conoce de sí mismo, es la propia acción de entender, y, después (si bien en el tiempo es simultáneo), el sujeto del entendimiento. De esta forma se capta el yo, como sujeto real del actuar y del vivir. Los que, por su concepción reduccionista del hombre, admiten que el cerebro es el último responsable del pensar y reflexionar no encuentran fácil explicación a estos fenómenos.
|