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Asumiendo que la reflexión tenga lugar en el cerebro, hay que admitir una de estas dos posibilidades: 1) que la reflexión tenga lugar en las neuronas; 2) que la reflexión sea consecuencia de la interacción entre una o varias unidades (columnas) funcionales de neuronas. Si la primera de estas posibilidades fuera cierta, existirían múltiples estados de consciencia, tantos como «neuronas conscientes», dado que los impulsos que llegan a ellas no son exactamente los mismos. La realidad, sin embargo, nos muestra que la consciencia es unitaria. Si fuera la segunda hipótesis, habría que admitir una serie indefinida de centros de integración, pues cada uno de esos centros estaría constituido por neuronas que necesitarían ser, a su vez, integradas. Esta sucesión indefinida de centros integradores no se puede admitir y, naturalmente, no se da en la realidad. Por tanto, se puede concluir que la reflexión exige una facultad no compuesta de partes y suficiente por sí misma. En definitiva, es la persona la que piensa y la que reflexiona, no una de sus partes, aunque sea la más noble, como el cerebro, pero sin perder de vista que la persona es alma y cuerpo en perfecta unidad y que sería caer en un dualismo admitir que la primera parte del proceso intelectual (la información que proporcionan los sentidos) es corporal y la abstracción y reflexión es espiritual. La persona no se desdobla en cada una de estas actividades: es la actora de ambas. La persona es la que siente, percibe y piensa
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