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A fines de esa misma centuria surgieron las dos primeras grandes figuras de la tauromaquia, Pedro Romero y Joaquín Rodríguez Costillares, encarnaciones respectivas de las llamadas escuelas rondeña, austera y contenida, y sevillana, más alegre y bulliciosa, que se disputarían tradicionalmente el dominio de la fiesta. Junto a ellos destacó también José Delgado, Pepe-Hillo, cuya celebridad se debió, sobre todo, a su extraordinario valor.
Si bien el siglo XIX vio la aparición de toreros de gran valía como Curro Cúchares, la auténtica renovación de la fiesta tuvo lugar en las primeras décadas de la siguiente centuria por obra de la oposición entre dos figuras excepcionales, José Gómez, Joselito, y Juan Belmonte. Mientras el primero, que supo integrar las escuelas sevillana y rondeña, se ha considerado con frecuencia la culminación y síntesis de la concepción tradicional de la lidia basada en el dominio del toro por medio de normas y principios inalterables, el segundo inauguró un nuevo estilo, en el que los recursos técnicos se hallaban ligados a la improvisación creativa y a un emotivo dramatismo. Contemporáneos de ambos fueron diestros como Rafael Gómez, El Gallo, el mexicano Rodolfo Gaona, Manuel Jiménez, Chicuelo, responsable en buena medida del creciente protagonismo concedido a la faena de muleta, y otros que conformaron la llamada "etapa dorada" del toreo.
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