|
Entre 1598 y 1621, Felipe III, o más bien sus validos, el duque de Lerma, primero, y el de Osuna, después, trataron de llevar la paz a sus dominios mediante la firma de tratados y treguas. La política intransigente en el interior de España continuó, sin embargo; casi 300.000 moriscos (musulmanes bajo dominio cristiano) fueron expulsados de la península entre 1609 y 1612.
Felipe IV (1621-1665) confió el gobierno al conde duque de Olivares, hombre inteligente, enérgico y ambicioso. En el exterior, Olivares se dejó envolver en la guerra de los treinta años, que, comenzada victoriosamente, concluyó con estrepitosas derrotas; la de Rocroi, en 1643, condujo a la paz de Westfalia, firmada cinco años después con las potencias protestantes. En la posterior guerra con Francia, la paz de los Pirineos, de 1659, restituyó a este país los territorios de Artois, el Rosellón y la Cerdaña, anteriormente en poder de España.
En el plano interior, el intento de extender las exacciones que habían arruinado a Castilla a los demás reinos ibéricos provocó la rebelión de Portugal, que se separó definitivamente junto con sus colonias en 1640, y la secesión de Cataluña, que fue dominada en 1659.
El reinado del incapaz Carlos II (1665-1700) constituyó un largo compás de espera, en el que las potencias europeas se dispusieron a repartirse los despojos del extenuado imperio español.
|