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Esta verdad es recogida por san Juan en su primera Carta: "Si alguno dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (I Juan 4:20).
Cristo y el reino de Dios. El Antiguo Testamento es una anhelante espera del reino de Dios, puesta de manifiesto en la palabra de los profetas y de modo especial en Juan el Bautista. El advenimiento del reino, el cumplimiento de las promesas, se realiza en Jesús, el Mesías, el enviado. Cristo es el Hijo de Dios, pero su reino, que se encuentra "dentro de nosotros", no está terminado ni completo con la primera venida del Señor, con su muerte y su resurrección. Con Cristo se vive una nueva era anunciadora y preparadora del reino, pero su establecimiento definitivo ocurrirá cuando Cristo vuelva, en el segundo advenimiento. "En cuanto al día aquél y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo... Velad, pues, porque no sabéis en qué día viene nuestro Señor" (Mateo 24:36-42).
"Mi reino no es de este mundo", respondió Jesús a Pilato (Juan 18:37).
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