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Sara, la esposa del patriarca, era estéril, por lo que, de acuerdo con las leyes de la época, entregó a Abraham a su esclava. Ésta concibió un hijo, Ismael, cuyos descendientes -ismaelitas o agarenos- serían los árabes. El heredero de las promesas divinas fue, no obstante, Isaac, nacido posteriormente de la estéril Sara, cuando Abraham era ya anciano. La fe del patriarca quedó definitivamente probada al disponerse a cumplir la orden divina e inmolar a Isaac. Un ángel detuvo su mano y colocó, en lugar del muchacho, un carnero, en tanto que Dios prometió de nuevo a Abraham que multiplicaría su descendencia «como las estrellas de los cielos y como la arena de las orillas del mar» (Génesis 22:1 7).
Abraham murió, dice el Génesis, a los 175 años, y sus hijos Ismael e Isaac lo enterraron junto a su esposa Sara, en la cueva de Makpela, en Hebrón.
Como símbolo, Abraham representa, no sólo el origen de un pueblo que ha sido elegido por Dios para renovar la humanidad caída, sino también el hombre justo, profundamente creyente, cuya fidelidad llega hasta el sacrificio heroico en obediencia a los mandatos divinos.
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