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Si el deseo es voluntad de poder y posesión, la seducción alza ante él una voluntad igual de poder mediante el simulacro, y suscita y conjura este poder hipotético del deseo a través de la red de apariencias.
Los actores, los modelos, los cantantes (mujeres o hombres), las personas de profesiones artísticas y públicas lo saben bien. Saben dosificar sus dotes seductoras (artificiales o no, nunca lo sabemos). Saben ejecutar la técnica del encantamiento con precisión. Conocen las reglas y manejan la comunicación hacia las masas. Una simple fotografía suya nos puede llegar a provocar deseo, incluso fantasías eróticas. Y es sólo eso, imagen, mentira estática y estética. Pero poder, en definitiva. Llegan a los más altos índices de seducción, como los animales.
En los animales es donde la seducción adquiere la forma más pura, en el sentido de que en ellos el alarde seductor aparece como grabado en el instinto, como inmediatizado en comportamientos reflejos. Sus adornos naturales se acercan a los adornos de los humanos. Su morfología misma, sus pelajes y plumajes, así como sus gestos y sus danzas son el prototipo de eficacia ritual.
Si existe una ley natural del sexo, un principio de placer, entonces la seducción consiste en renegar de su principio y en sustituirlo por una regla de un juego, de un juego arbitrario. Porque para seducir o ser seducido no hace falta la sexualidad, ni siquiera el acercamiento al sujeto seducido o seductor.
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