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Pero esto es sólo la primera parte, la más instintiva de la relación. Partiendo de esta base puramente física, el camino de la respuesta sexual pasa por la mente, complicada en los humanos como en ningún otro animal.
Se le añaden multitud de imágenes previas, conceptos, preferencias basadas en la experiencia o en situaciones vividas, que recordamos quizá subconscientemente y que junto con la educación recibida, el ejemplo familiar, la personalidad... determinan un modelo social propio de cada persona.
Entonces se llega al momento crítico. El estímulo recibido de la otra persona: su olor, su voz, su presencia, una sonrisa o un gesto, se transmite al hipotálamo, quien a su vez la pasa a la glándula pituitaria.
Allí se libera una hormona que determinará la impresión provocada por esa persona. Las opciones son la atracción o la indiferencia, y en este caso ya no habrá nada que hacer: la química manda, y aquí en estado puro.
Si la persona en la que nos hemos fijado no sintoniza con nuestras intenciones, es probable que se presente con el ceño fruncido y la mirada distraída. Los bostezos y muecas, la involuntaria negación con la cabeza o gestos de desinterés, como limpiarse las uñas o chasquear los dedos, deberían ser suficientes para hacernos desistir, porque la siguiente prueba es definitiva: el alejamiento.
La condición inevitable para que una persona nos resulte atractiva es que coincida con el ideal fijado desde nuestra infancia.
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