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Tal definición, pese a todo, continúa siendo vaga, pues remite al problema de determinar en qué ha de consistir tal apreciación estética. A este respecto se distingue por lo general entre las bellas artes y las artes útiles. Las primeras, como la pintura o la escultura, constituyen un fin en sí mismas; las segundas -la orfebrería o la cerámica, por ejemplo- combinan el propósito estético con la utilidad. Una vez más, dicha distinción presenta un valor meramente indicativo, pues, ¿en qué lugar cabría incluir a la arquitectura, que posee claramente ambos fines, o a las modernas artesanías industriales? Incluso en el caso de obras literarias, pictóricas, escultóricas, cinematográficas, etc., sería preciso delimitar el concepto de utilidad: para el anónimo dibujante prehistórico, su reproducción de un bisonte no poseía un fin primordialmente estético, sino que formaba parte de un ritual mágico favorecedor de la caza; para un teólogo como Lutero, los salmos que componía no eran sino modos de revelar a la gente la gloria de Dios. En ambos casos, como en tantos otros, el arte era un medio.
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